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México, el del pueblo solidario por  Ruben Montedónico

México, el del pueblo solidario  por   Ruben Montedónico
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Las calles de la Ciudad de México, con la justeza trágica de un nuevo terremoto que la sacudió como hizo exactamente hace 32 años, el 19 de septiembre emitió sobresaltos, dolores, miedos, incomprensión, desorientaciones y hasta terror, con destrucciones materiales, heridas y muertes. Por si fuera poco, este sismo ocurrió 12 días después de otro que abarcó Guatemala y el sur de México, se sintió en la capital del país y 48 horas después de una falsa alarma sísmica que millones oyeron.

Pasados unos pocos minutos del temblor y el pasmo causado del cataclismo, sobrevino -por encima de la tragedia instalada- la respuesta popular: con el sobresalto y el shock a cuestas, centenares de miles de personas de los más diversos extractos sociales se abocaron a tareas de auxilio, mucho antes que las autoridades dispusieran reunirse, para luego de tomarse tiempo de acordar planes de ayuda, ir ordenando su ejecución. Según colegas, cuando esto último ocurrió un par de horas después, un millón de personas ya estaban en tareas de rescate (de personas, no de bancos, como exigen autoridades financieras internacionales y aplican gustosos los neoliberales), moviendo a mano limpia o con herramientas elementales los escombros que se interponían con gente atrapada, viva o muerta. Al pasar las horas llegaron cuerdas, más picos, palas, pinzas, serruchos, ganchos, marrones, macetas… Para la noche se acercaron a ciertos lugares focos de alumbrado que permitieron no interrumpir algunos rescates. Al otro día, con técnicas distintas a las empleadas por la gente de civil, las autoridades enviaron las primeras unidades de maquinaria pesada. Asimismo, se dio noticia acerca de las reposiciones de servicios de electricidad y telefonía y al mismo paso- un poco lento para las costumbres de un tiempo de cuestiones aceleradas- se estabilizó la telefonía móvil e Internet.

Las redes sociales abandonaron sus habituales mensajes -llenos las más de las veces con zonceras, banalidades, comentarios frívolos, mensajes personales, mentiras o exabruptos- y se pusieron a disposición de la mejor información. La misma reacción popular quebró el individualismo de toda gran ciudad -acrecentado por los dispositivos que comúnmente incomunican con el contiguo, el aledaño, el vecino y aun entre familiares- dando paso a una relación directa, franca, sincera, de mano tendida que da y pide ayuda, que tiene su mejor expresión en la solidaridad espontánea, con el puñado de reglas que impone el respeto al otro y el reconocerlo como un igual.

Ese trascender fronteras y ficciones, además, fue rebelde, desobediente: mientras los grandes medios insistían en sacar gente de las calles -so pretexto de que entorpecían los trabajos de rescates, machaconamente arengando “vuelvan a sus casas”, “no estorben el tránsito”- el rescatismo popular sacaba ladrillos, apartaba yesos y molduras, picaba concreto o daba agua y alumbraba las oquedades por donde pasaban los más pequeños y experimentados: los topos. Y en la primera línea de acción, subiendo, bajando, picando, acarreando cascajo o llevando agua, haciendo listas con nombres de buscados, encontrados, desaparecidos, los jóvenes -hombres, mujeres, estudiantes, desocupados, oficinistas, graduados; ninis o millenials– que, cuando lograban deslizarse a un interior derruido, escribían el nombre en sus brazos y anotaban un teléfono, por las dudas de lo que les pudiera ocurrir.

Emir Olivares ilustra en mi diario (La Jornada, 21-09-17, pág. 21) lo anterior al relatar la peripecia de la pareja de Mitzi (20 años) y Érick (23). Mitzi: “Cuando veía algunas noticias o escuchaba algo sobre el terremoto de (19)85, pensaba que era algo que nunca viviría. Hoy es diferente”. Érick: “En un principio fue aterrador. Fue increíble ver convertido a escombros algo tan sólido. Y a la vez, vernos ahí, trabajando; pensar que quizá toda esa labor no sería suficiente”. La generación de sus padres le trasmitió a los hijos -muchos de los cuales ni siquiera habían nacido-, saberes y principios sobre las contingencias a que expone la naturaleza y, en el caso, el vivir sobre una fracción del sísmico cinturón de fuego.

En la misma página, Elio Henríquez nos enfrenta -para la situación del sismo del 7 de septiembre en el sur de México- a una experiencia diferente relatada por Alfonso Rodríguez Clemente, de 82 años, del barrio San Isidro del ejido Lázaro Cárdenas, Chiapas, que reflexiona, apoyado en su bastón: “Era la casa que construí hace 50 años y ahora son sólo escombros que quedarán tirados en algún lado junto con nuestras tristezas y alegrías”.

Entre las diversas quejas que circulan por las redes, dos se han extendido no sólo entre la gente sino que han llegado a la prensa: la falta de información y las falsedades propaladas por las televisoras. En primera instancia, se trata de que no solamente faltan registros de todos los lugares dañados y las pérdidas humanas, sino que no hay indicaciones acerca desitios de acopio o demanda de necesidades. Sobre la segunda, se pone de ejemplo que se concentró tiempo, espacio y se dispusieron medios para un eventual rescate de la escolar de una escuela privada que resultó en algo falso al no existir la niña, lo que inicialmente había tenido el efecto de alentar las esperanzas de centenares de miles para terminar en una frustración adicional a la gran desgracia.

En medio de un gran maremágnum que afectó desde la segunda semana del mes al centro y sur del país, junto a faltantes y desinformaciones, también hubieron actos de pillaje. A alguno menor en cuantía se suma el despropósito en Morelia de adueñarse por parte del gobernador del estado y su esposa de ayuda dirigida desde otra entidad a los damnificados y de la apropiación de dos camiones que una organización religiosa enviaba con ayuda a sus pares. La grosera vulgaridad chabacana con sentido de impunidad de estos actos del jefe estatal y su consorte se agregan a la cadena de quejas –incluido nepotismo y retención de ejecución de fondos federales- que pesan, entre otros, sobre la actual administración.

En otro renglón y relativo a alguna de las actividades en que estuvieron involucrados miembros de la colonia uruguaya, antes de los consabidos telegramas de autoridades a sus similares, dos futbolistas nacidos en nuestro país, con modestia, sin alharacas, “sin hacerse ver”, aportaron lo suyo de acuerdo con las versiones de la prensa local: Gerardo, de Pumas, y el Caute, de Cruz Azul. Mas allá de que se reseña su actividad, se destaca de Alcoba: «Cuando se pierde una vida a mí no me salen las palabras. Que una madre pueda despertar con fuerza después de lo que está pasando, eso es reconstruir esperanzas. No sé de dónde saca fuerza la gente: hay que ver lo genuina que es la solidaridad”. De Cauteruccio, una mujer agradecida con él, comentó: “Estaba como voluntario, barriendo, trapeando, dando de comer, dando agua, cargando cosas…”.

Lo hicieron como se espera que lo haga la gente de bien, con códigos que se aprenden con la vida y que llegan desde lejos. Cuentan que en el Cerro los sindicalistas Wellington Galarza y Blas Facal supieron en el Paralelo 38 que habían muchas “manos amigas y brazos solidarios”. De aquel tiempo, los futbolistas heredaron de su abuelo Obdulio -sabiéndolo o no- modestia, rebeldía y honradez; como después otros recibieron y aplicaron el legado del padre que fue Gerardo, el principio de que “la solidaridad no es una mera palabra” y de Hugo –hermano– la impronta rebelde “Arriba los que luchan”.

Según recuerda Fabrizio Mejía en el semanario Proceso de este domingo, citando a Albert Camus: “Es por la humanidad por la que se cuela la esperanza”.

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