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Lito 2.0

Lito 2.0
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Cuando, hace tres años, al terminar cuarto de escuela, me dieron la ceibalita, el abuelo Lito ni corte que le daba. En esa época se pasaba de la mañana a la noche con la cabeza metida adentro del motor, bajo el capó del auto, reparando no sé qué; y, en los momentos de descanso, leía el diario de acá o, los domingos, el de Montevideo; también, como tenemos cable, miraba en la tele los partidos de Peñarol y todos esos cuadros raros de Europa para comentarlos con alguno de mis tíos.

 

Precisamente, en esta última semana de turismo, vino de visita el tío Alberto. Trajo su iPad. Él, todos los días, lo usa para leer los periódicos y libros, mirar pelis; y, cuando la tía dice que necesitan comprar algo, buscan juntos en internet, porque, según ellos, con paciencia, se encuentran precios muy convenientes. Además, hasta esa vez, siempre que venía, me lo prestaba para que yo jugara.

 

Fue justo por aquella fecha que empezaron a anunciar que a los jubilados de nuestra ciudad les iban a entregar la tablet que habían prometido unos meses antes. Entonces, un día de esas vacaciones, el abuelo se acercó al tío Alberto que, como le gusta hacer cada vez que viene, miraba no sé qué en el iPad, sentado en la reposera que tenemos en el jardín. Se paró a su lado y empezó a preguntarle cómo funcionaba, si podía leer los diarios y cómo había que hacer… El tío le fue explicando cada cosa y se lo prestó para que practicara. Todos nos reíamos porque el abuelo tocaba la pantalla como si fuera una cosa mágica o algo muy frágil; también le costaba acertarles a las teclas virtuales con sus dedos gordos y fuertes, que parecen raíces de árboles… pero, con lo poquito que aprendió, bastó para que tuviéramos un primer problema.

Ocurrió cuando, con la ayuda del tío, encontró esa página donde muestran un montón de autos en venta. A cada rato llamaba al tío y le mostraba un modelo, comentaban el precio y las características del vehículo, y se lamentaban por no tener la plata para comprarlo. La cuestión es que, culpa de ese descubrimiento, a partir de ese día, ya no me dejaban usar a mí el iPad e, incluso, el tío disimulaba mal su impaciencia cuando el abuelo no se lo devolvía, a pesar de que era evidente que él necesitaba mirar sus cosas.

 

La situación empeoró el viernes santo. Ese día casi hay una pelea en la mesa. El abuelo le preguntó al tío Alberto cuánto costaba poner internet ilimitado, porque en ese momento no teníamos. Cuando el tío le dio la respuesta, la abuela no aguantó más y saltó: “¡Lito, no pensarás poner eso! ¡¿Quién va a pagarlo?!” El abuelo contestó: “Pero si yo pago el teléfono, ¿cuál es el problema?” En ese momento se deben haber dado cuenta que todos estábamos incómodos, entonces la abuela se levantó y se fue  a la cocina, como si fuese a buscar una fuente, pero se quedó rezongando por lo bajo… Y no volvió a hablarle por unos cuantos días, igual que siempre que se enoja de veras con él.

 

Tuvo que pasar un tiempo para que volviera la tranquilidad. Mientras tanto, el abuelo recibió su tablet y “se lanzó a navegar por el infinito ciberespacio”, como dice mi profesora de informática de la UTU. No parece el mismo abuelo Lito que yo conocía de chiquita. Ahora, ya se ocupa poco y nada del auto, que quedó abandonado en el galpón; no compra más los diarios (“¿Para qué voy a gastar plata?, si los tengo todos en la tablet”, le contestó muy orondo a mamá cuando, el otro día, extrañada por no verlos en el canasto junto a la estufa donde solía guardarlos, le preguntó qué había pasado con ellos); sigue mirando los partidos por la televisión, pero después busca los comentarios de las revistas deportivas que encontramos juntos cuando todavía nos pedía ayuda a mamá o a mí, para comentarles luego a los tíos: “¿Viste lo que declaró fulanito en Ovación?” (O en Referí o Túnel, que son las que más lee). Ya casi no sale a ningún lado. Él asegura que es por el frío del invierno, pero en casa todos sabemos cuál es la verdadera razón.

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