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La política de la burrez

La política de la burrez
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Para abastecer esta columna tan visitada por los lectores de VOCES –repito: me refiero a visitas, o sea lecturas y punto, no a las reacciones que produce, que prefiero ignorar- es indispensable revolver cada semana la biblioteca y hurgar en libros de distinta índole, pero todos dignos de un impar pensador como uno.

Pues bien, ejerciendo esa práctica hallé material sobre las adicciones.

No hay forma de sintetizar todo eso aquí, pero sí para referirse a un aspecto esencial: el cerebro de un adicto logra establecer unos circuitos tan firmes con su adicción que, a veces, son casi imposibles de destruir. La consecuencia es que el tipo o la tipa (no quiero discusiones sobre discriminación de género) siguen con su hábito, lo cual los convierte en actores principales de cierta cultura de la imbecilidad que va ganando a nuestra sociedad, sobre todo en los ámbitos del Estado.

Puedo ofrecerle, lector, varios ejemplos, algunos quizás algo audaces aunque casi seguramente indiscutibles.

Veamos.

El inefable Amodio Pérez no pudo viajar el domingo a España, pese a que disponía del correspondiente pasaje. Es probable que a esta altura haya logrado hacerlo. ¿Qué pasó? El Poder Judicial –en este caso los representantes del mismo que tienen responsabilidad en su situación procesal- olvidaron informar a la Dirección Nacional de Migración que el procesamiento con prisión de tan popular personaje había sido revocado. Es fácil, si aplicamos lo dicho acerca de las adicciones, sospechar, o al menos conjeturar, o tal vez sólo intuir, que los encargados del trámite son adictos a la pereza, a la distracción o, sencillamente, a una boludez inflacionaria. Mire, lector, que esto tiene base científica y es una patología, así que está a salvo el respeto moral por esas personas. Es decir que nadie debe horrorizarte de que haya funcionarios judiciales boludos; o, si se prefiere por espíritu compasivo, pelotudos.

La Vicepresidenta de la República, señora Lucía Topolansky –cariñosamente llamada otrora “La turra” y hoy “La tronca-, si uno presta atención a varias declaraciones suyas recurrentes, sería una adicta al derrape verbal, que se supone tiene previamente un proceso mental, obvio, al que críticos de la oposición, de cuyos excesos no me hago cargo, descalifican con el vocablo “estupidez”. Por poner un caso, que levantó polvareda entre académicos nacionales, dar a Raulito Sendic el honor de calificarlo como “uno de los que más saben de genética humana en el país, aunque le falte el cartoncito”. Creo que la mayoría pensamos que si a este muchacho le falta un cartoncito, debe ser de un juego de lotería infantil.

Lo que viene es peor: en nuestro país hay alrededor de setenta mil niños con habilidades especiales, que requieren una atención específica y que podrían convertirse en genios o poco menos. Sin embargo, no pasa nada. Son muy pocos los casos identificados y estos chicos pasan desapercibidos o, ¡increíble!, son medicados con diversos químicos a partir de diagnósticos errados. Aquí volvemos, si es posible multiplicado, a lo colectivo: la responsabilidad es tanto de maestros (y maestras) como de supuestos psicólogos y, al final, de médicos, todos quienes serían adictos al apuro, cuando no a la mera precipitación, tanto como a la contracción cerebral del “¡ay, por Dios, no me rompan los huevos (o los ovarios, por favor recuerden la cosa ésa del género) con estos padres y ese chiquilín del carajo!”. Y dejan repetidor al pobre gurí (o gurisa) o lo tapan a puras pastillitas de colores.

Y para el final dejo, porque creo que lo merecen largamente, a los denominados legisladores o parlamentarios, que en su mayoría serían adictos a la burricie –que me gusta más que su sinónimo burrez, vocablo que suena poco aristocrático-, no necesitándose para constatarlo por la ciencia ningún microscopio ni análisis clínico o tomografía computada, sino únicamente la lectura de los proyectos de ley que redactan, y tal vez una que otra cartita que redactan con destinatarios, o destinatarias, que ni a punta de picana identificaré.

¿Final, dije? Bueno, eso porque me falta espacio para los dirigentes, técnicos y jugadores de fútbol, los meteorólogos y los presentadores de programas mañaneros de la televisión vernácula.

Además de los dirigentes del PIT CNT, a quienes, por la complejidad de sus adicciones, estoy estudiando más concienzudamente.

¡Ah, cuando los tenga pasados en limpio, lector! Ese día, la columna que salga hará revolverse en su tumba al inolvidable Roberto Barry.

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Antonio Pippo Tiene 58 años de trabajo en el periodismo. Ha trabajado en todos los canales de TV del país, abiertos y por cable, menos VTV; ha trabajado en casi todos los diarios, semanarios y revistas (los que se han editado y los que aún se editan en el país); ha trabajado como columnista en varias radios. Ha sido docente de comunicación en la Universidad  ORT. Ha publicado seis libros. Ha dictado charlas y conferencias en la capital y diversas ciudades del interior sobre temas de periodismo. Fue productor general y co protagonista de un espectáculo de tango que se presentó en el país durante diez años, cerrando ese extenso ciclo el año pasado.