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La agonía del Partido Colorado

La agonía del Partido Colorado
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Tengo muchos amigos colorados. Con algunos y algunas me unen lazos de respeto y afecto desde hace muchos años.  Además, siento por el batllismo, en particular por “el de don Pepe”, una admiración profunda, al punto que, si hubiera podido nacer en otra época, creo que me habría gustado vivir el Uruguay de entre 1900 y 1929. Por tanto, lo que voy a decir no debe tomarse como un agravio. Decirlo no me causa ninguna alegría; al contrario, me apena.

La cosa es que el Partido Colorado vive su propia extinción.

No es la aparición de Novick, ni la renuncia de Bordaberry, ni la muerte de Batlle, ni la inviabilidad de una nueva candidatura de Sanguinetti. Tampoco la falta de personas capaces, que no le faltan. Ni siquiera es la pérdida sistemática de apoyo electoral. La causa por la que el Partido Colorado se desvanece es más inevitable y por eso más dramática: es la pérdida de su función  histórica, de su razón de ser.

Se ha vuelto un lugar común decir que el Partido Colorado perdió fuerza porque el batllismo (no un sector político sino ese conjunto de creencias y actitudes optimistas, racionalistas, estatistas y socialmente integradoras que llamamos batllismo) migró hacia el Frente Amplio.

La afirmación es verdad. Pero no es toda la verdad. La captación del batllismo no es lo único en lo que el Frente Amplio ha reemplazado al Partido Colorado. Está también la condición de “partido de gobierno”, con todo lo que ello implica de enquistamiento en el aparato del Estado.

Tres períodos en el gobierno nacional, y casi treinta años en el de Montevideo, que concentra a casi la mitad de la población del país, no pasan sin dejar huella, tanto en el país como en el partido que vive esa experiencia.

El acostumbramiento a pagar la militancia y las lealtades políticas con cargos del Estado, el predominio de la maquinaria y de los intereses electorales, la confusión entre lo público, lo partidario y lo privado, la corrupción, la soberbia, el gusto por el poder y por sus comodidades, son consecuencias casi inevitables de una larga permanencia en el gobierno.

Al batllismo ese proceso le llevó como cuarenta años. El Frente Amplio parece haberlo logrado en diez (quizá los tiempos posmodernos sean más rápidos).

Pero hay una cosa aun más importante en la que el Frente Amplio ha sustituido no sólo al batllismo sino al Partido Colorado.

El Partido Colorado cumplió siempre la función de intermediario entre los intereses de “las fuerzas vivas” nacionales y los intereses internacionales. Lo hizo desde los orígenes, cuando expresaba a la incipiente burguesía uruguaya, en particular montevideana, interesada en comerciar con los ingleses. Una larga historia de empréstitos financieros, exportación de lana e importación de casimires, inversiones ferroviarias e industriales y empresas militares vergonzosas, como la guerra “de la triple alianza”, testimonian ese papel del coloradismo.

Pues, bien, ¿quién cumple hoy el papel de “armonizar” la economía nacional con los intereses internacionales que operan o quieren operar en el Uruguay? ¿Con quién han tratado, al parecer exitosamente, las empresas de celulosa y los plantadores de soja, las petroleras que hacen cateos, los organismos internacionales de crédito y los bancos, las agroindustrias que concentran la propiedad de la tierra y comprometen el agua potable?

La respuesta es sencilla. Los tres gobiernos del Frente Amplio han tenido condiciones que los convirtieron en interlocutores privilegiados y únicos para tratar esos asuntos. Han tenido  el Poder Ejecutivo y la mayoría parlamentaria, la posibilidad de controlar la resistencia sindical, el silencio de la prensa “grande”, e incluso el poder de neutralizar críticas de ámbitos académicos, en especial el universitario.

Así las cosas, ¿para qué sería necesario el Partido Colorado?

No lo necesitan los inversores extranjeros (¿qué podría ofrecerles que el FA no?), nunca tuvo llegada fuerte en el campo, y no lo necesitan las clases desfavorecidas urbanas, que hablan hoy otro lenguaje y reciben beneficios contantes de las políticas sociales oficiales.

Ahora, a mitad del período de gobierno, el sistema político uruguayo comienza ya a reacomodarse y a perfilarse con miras a las próximas elecciones.

A eso estamos acostumbrados. Comienzan los discursos engolados de los candidatos principales, las declaraciones altisonantes de figuras de segundo orden en busca de espacio, el trasiego y el robo de lealtades políticas, la captación de caudillos locales, las acusaciones públicas y las denuncias judiciales. Quizá la mayor novedad sea que uno de los contendientes de siempre, el Partido Colorado, no lucha para ganar ni para incidir. Lucha para sobrevivir.

Por lo demás, doce años de gobierno  permiten ver la constante de este nuevo ciclo histórico de predominancia frenteamplista en el que vivimos.

Terminado un período de inusual holgura económica, con precios internacionales harto favorables, el país presenta signos desalentadores: aumento del índice de desempleo, altos impuestos, jubilaciones bajísimas con aplicación del sistema de AFAP, bancarización total de la economía en curso, megainversiones en régimen de zona franca y exoneración de impuestos que dejan poco y nada al país, corrupción en el manejo del Estado, deterioro del sistema institucional y jurídico, gran endeudamiento público nacional, alta concentración de la riqueza y en particular de la propiedad de la tierra, contaminación del agua potable, sistema de salud privatizado con baja eficiencia, índices de deserción educativa que rondan el 70%, aumento de la violencia y de la inseguridad públicas, fractura social y marginalidad cultural inocultables, y una inagotable “nueva agenda de derechos” que curiosamente no toca ninguna de las estructuras que causan la fractura social.

En ese panorama, político, económico, social y cultural, los uruguayos deberemos soportar dos años de campaña electoral (al principio disimulada y luego explícita) para finalmente votar en primera y probablemente en segunda vuelta. Un ejercicio desgastante, sobre todo porque lo sabemos inútil.

¿Por qué inútil?

Porque no hay alternativas a la vista. Lo que está haciendo el Frente Amplio es esencialmente lo mismo que haría el Partido Nacional si ganara. O lo que haría el Partido Colorado si ocurriera un milagro y, en lugar de extinguirse, gobernara. En el fondo, es lo mismo que hace Macri en la Argentina, Bachelet en Chile y Temer (o quien ocupe su lugar, hasta ser a su vez destituido o arrestado) en Brasil.

¿Qué es lo que vamos a decidir en las urnas en 2019?

Los grandes lineamientos de lo que se hará ya están trazados. Las inversiones extractivas exoneradas de impuestos (la celulosa, los barcos pesqueros chinos, las agroindutrias contaminantes) pactadas en secreto, la bancarización de nuestras vidas, la extranjerización de la tierra, el deterioro progresivo de la enseñanza pública y los proyectos educativos de gestión privada, el sometimiento del país a protocolos y jurisdicciones internacionales sobre los que tenemos cero control, son el horizonte real.  Nos han convencido de que es no sólo inevitable sino hasta deseable.

Para hacerlo más tolerable, se lo adereza con políticas sociales asistencialistas, mucha publicidad, nuevos derechos de bajo costo y corto alcance, fútbol, redes sociales para desahogar la frustración, difusión de guerras y catástrofes extranjeras que nos hagan sentir que no estamos tan mal, y quizá también se nos brinde la aparición de algún candidato monstruoso (alguna suerte de Trump, Le Pen o Putin en versión criollla), que definitivamente nos convenza de que es mejor seguir como estamos.

Insisto: ¿qué vamos a elegir en 2019?

La desaparición del Partido Colorado no es casual. Se debe a que no es necesario. En un sistema en que lo esencial está decidido, sólo son necesarias dos fuerzas: una que ejecute lo decidido, y otra que aparente oponérsele. En ese sentido, tal vez el Partido Nacional debería preocuparse. Si no resulta convincente como oposición, quizá podría ser sustituido por alguien que cumpliera mejor el papel de opositor ultramontano, con toques fascistoides y antisistémicos.

Sin embargo, hay cosas que los ciudadanos –no los partidos- podemos hacer. El instrumento del voto, la necesidad de votos que tienen los candidatos en período electoral, nos da a los ciudadanos cierta cuota de poder que, bien usada, puede modificar algunas cosas.

No tengo espacio para desarrollar la idea y tal vez no sea todavía el momento. Por ahora sólo quiero compartir esa inquietud y esa posibilidad, sobre la que cada cual podrá especular si lo desea. Es seguro que volveremos a hablar muchas veces sobre este tema de aquí a 2019.

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