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El cerebro y la Revolución Rusa

El cerebro y la Revolución Rusa
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Ya se sabe, el hombre suele escuchar retazos de conversaciones ajenas para, basándose en ellos, imaginarse historias posibles. También es conocido que se escuda para esta inocente actividad en el argumento de que Antonio Tabucchi se valió de un fragmento oído por azar sobre la cubierta de un barco para tejer una de sus ficciones. Por supuesto que tiene bien claro que él no es el escritor italiano. Sin embargo, el ejercicio –o mejor sería llamarlo “juego”–, que acostumbra realizar durante sus traslados en ómnibus, lo divierte y le ayuda a llenar el tiempo muerto de los viajes en esos buques que atraviesan las procelosas rutas del océano de asfalto y hormigón que es la ciudad. La mayoría de las veces, olvida lo que oyó antes de bajarse. Mas, en otras ocasiones, le parece que esas palabras le permiten visualizar narrativas que, al menos para él, encierran una suerte de tranche de vie.

 

Un jueves salió tarde de su casa. Puesto que no pasaba el ómnibus que esperaba, se tomó un 124, destino Santa Catalina. No le quedaba del todo bien para ir a su trabajo, pero decidió que lo acercaba lo suficiente como para, desde un punto intermedio, llegar a tiempo a pie. Tal cual ocurre a esa hora de la tarde los días de semana, a su paso por la zona céntrica, el transporte se llenó de gente. El guarda ordenaba a los pasajeros: “¡A ver, por el lado del chofer hay lugar, sigan pasando al fondo!”, y los viajeros se reacomodaban, entre bandazos y apretujones.

 

Subieron en alguna parada próxima a la Estación Central. Venían hablando en un tono un poco por encima de lo normal para un lugar público. Comentaban las alternativas del estudio. Se fueron acercando a su asiento lentamente. Cuando estuvieron a su lado, les pudo poner cuerpo y cara a sus voces. Una era bajita y morocha, de pelo lacio y largo; la otra, alta y también morena, pero con el cabello crespo y más corto. Tendrían diecisiete o dieciocho años. “Me pasé el fin de semana estudiando para el parcial de Biología”, dijo la de menor estatura. “Eran muchos temas. Tuve que dejar algunos afuera. Mirá, era todo esto, un montón”, continuó. El hombre, con el rabillo del ojo, le echó una mirada, pensando que la chica iba a sacar un libraco de su mochila. Sorpresa. Le mostraba a la otra la pantalla de su celular. “¡Tiempos modernos!”, se dijo él, sintiéndose un dinosaurio. “Tuve que mirar como mil PowerPoint”, afirmó la estudiante, y remató: “Viéndolos me pasó algo raro. Sistema nervioso estaba cantado que iba; y me lo estudié a fondo. Me encantó. ¿Te acordás que te había dicho que pensaba ser pediatra? Cambié de idea. Después del parcial, me puse a hablar con la profesora y me di cuenta de que es el sistema más importante. ¡El cerebro es el que dirige todo! ¡Estoy entusiasmada!” Ya habían sobrepasado el sitio del hombre. Ahora, la voz de la más alta le llegó desde el fondo. “A mí me pasa lo mismo, pero con la historia. El otro día, el profe mandó a estudiar la Revolución Rusa. ¿Sabías que, antes de la revolución, los nobles consideraban que los siervos eran ‘almas’ y vendían las propiedades con ‘tantas almas’, como si fueran cosas? Estaba como loca, quería leer todo sobre la época; y después agarré a mi madre y la atomicé contándole lo que había aprendido.” “¡Yo hago lo mismo con la mía!”, le replicó su amiga; y ambas rieron de buena gana. A todo eso, el hombre caminaba hacia la puerta trasera para bajarse. Pensó en decirles algo (felicitarlas por ser como eran, quizá), pero se mordió la lengua y se apeó a una cuadra de la Plaza Cuba. Las chicas siguieron rumbo al Cerro. “¡Juventud, divino tesoro!”, canturreó él, tratando de entonar el tema de Sumo y, unos pasos más allá, lo “enganchó” con el de Fito: “¿Quién dijo que todo está perdido?”…

*

El fin de semana, leyendo el diario, se encontró con la noticia: “Se publica una biografía de Stalin en gran medida inédita que Trotski escribía cuando fue asesinado” (1). De inmediato asoció lo que acababa de leer con lo que había escuchado en aquel 124. “Ramón Mercader, al golpear con el piolet en la cabeza a Lev Davidovich Bronstein, destruyó el centro de mando de uno de los pocos sistemas nerviosos que aún se oponían al dictador soviético y, con él, los últimos vestigios de lo que pudo y nunca llegó a ser la Revolución Rusa”, se dijo. “El espectro de aquel fantasma que recorriera Europa hace cien años llega hasta nuestros días, y aletea en la conversación de dos jóvenes estudiantes que un tipo anónimo escucha a hurtadillas en un ignoto rincón del mundo. ¡Una versión de la belleza según el Conde de Lautréamont!”, concluyó, feliz de haber encontrado materia prima para uno de sus relatos.

 

1.- Marín, Bernardo: “Retrato de mi asesino”, El País, Madrid, 28 de octubre de 2017.

 

 

 

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